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Viernes 9 de diciembre de 2011
Para llegar a La Restinga hay que subir 571 metros hasta la localidad de Valverde desde el puerto de la Estaca, donde atracan los barcos de pasajeros que llegan de Tenerife, seguir la carretera que lleva a El Pinar y atravesar las pequeñas localidades de Tiñor y San Andrés, de norte a sur, siempre por la cresta de los riscos volcánicos con el océano a nuestra izquierda y, después de 40 minutos de viaje, volver a bajar nuevamente hasta el mar. Ni en las apacibles plazoletas, donde sólo había niños jugando a la pelota y jubilados tomando el sol, ni en la epopeya geológica de las escarpadas paredes de la isla encontré, durante mi viaje, un solo signo de alarma social. Los habitantes del único puerto pesquero de El Hierro están convencidos de que el miedo propagado fuera de la isla está haciendo más daño que la furia del volcán submarino, todos los temblores del suelo, y las toneladas de azufre vertidas al mar y al aire, juntos. La actividad volcánica ha dejado en el paro a la gente del pueblo y el pánico, extendido como una onda sísmica con fuertes dosis de sensacionalismo, ha completado el resto del desastre. Pero no se dan por vencido. Bajo este cielo, el más claro y despejado del mundo cuando anochece, la vida nunca fue fácil. Cada día se convierte en un duelo contra la adversidad. Al fin y al cabo, los herreños conviven a diario con una obra inacabada de la Naturaleza que, medida en tiempos geológicos, comenzó ayer. Al atardecer, cuando la calima desaparece para dejar paso a todas las tonalidades del océano, un marinero observa el burbujeo que emerge de las entrañas de la tierra con una mezcla de dolor y esperanza. Sabe que Vulcano devolverá la vida que ahora secuestra y, puede que algún día, los marineros puedan caminar por San Borondón y pescar en su plataforma para dejar de ser la isla mítica escondida tras la niebla. Para él habrá llegado muy tarde. Podemos desintegrar un átomo, pero no podemos hacer nada frente a las leyes inmutables del Universo. Mientras tanto, la isla lucha por no caer en el abismo al que se ve arrastrada en parte por el volcán, en parte por una tendencia a abusar de la literatura sensacionalista.

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