02/08/10
La celebración pública de ciertos acontecimientos en un país laico rayan las neuronas más de lo estrictamente necesario, sobre todo si vivimos en un momento histórico donde los conocimientos científicos nos permiten controlar la vida en un simple tubo de ensayo. Escuchar al rey, único español que cobra una suculenta nómina del estado sin haber sido elegido en las urnas, ni haber pasado por un proceso de selección previo, invocar a un santo, que según cuenta la tradición tuvo poco éxito en su empeño de evangelización por tierras ibéricas, para que nos solucione los problemas económicos que padecemos resulta algo más que anacrónico. La sangre azul y el mundo celestial superviven a costa de la fe ciega de su público. Pero una vez finalizado el rito y tras las puertas se liberan de la pesada corona o se arremangan la sotana, según sea el caso, y sustituyen el mundo de las hadas por la eficacia organizativa. Mientras se aprueba una reforma laboral leonina para aplacar la avaricia de unos especuladores que no necesitan ganarse el cielo, unos rezan, otros ponen la cara de santo y la mayoría silenciosa esperamos con los dientes apretados lo que se nos viene encima. A estas alturas, ni un solo golpe mediático de teocentrismo medieval nos puede salvar. Pero los reyes y los santos siguen apelando a su arma más certera: la fe.
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